Paz y Bien.

Estaba con mi chico jugando a algo parecido al candy crush y observé que él se pensaba mucho las jugadas, tenía estrategias. Le quedaban dos movimientos para que se le acabara la partida pero no usó 900 monedas de las 15000 que tenía para comprar 5 tiradas más y, así, pasar al siguiente nivel. Prefirió repetir ese nivel porque ya había gastado 900 monedas en el nivel anterior y no quería acostumbrarse a tener que invertir monedas en acabar algo que estaba diseñado para que lo pudieras completar con los movimientos que te daban.

 Y después me miré a mí misma jugando. Mi estrategia era pobre; a la mínima que me salía un “potenciador” lo usaba, si me quedaba a 2 o 3 tiradas para ganar y se acababa la partida, no dudaba en usar las 900 monedas que me quedaban para conseguir 3 tiradas más y pasar al siguiente nivel. Yo, lo que quería, era ganar, pasar al siguiente nivel, ver que iba avanzando, me aburría cuando repetía el mismo nivel varias veces con lo cual no le prestaba mucha atención porque lo que quería era llegar al siguiente nivel…y no disfrutaba el nivel en el que estaba.

 Mi chico, sin embargo, disfrutaba cada jugada, aunque fuera el mismo nivel porque no conseguía pasarlo. Cogía estrategias diferentes cada vez, tenía capacidad de espera para tener dos potenciadores juntos que te dan más puntos, etc…

 Yo, cuando jugaba él, lo observaba pensando todo esto que os he contado y le decía: ¿por qué no usas 900 monedas y así ganas y pasas al siguiente nivel?, ¿por qué no usas ese potenciador?, ¿por qué te lo piensas tanto?, ¿por qué, por qué, por qué? Y me iba poniendo de los nervios al ver que él no hacía lo que yo pensaba que se tenía que hacer, es decir, hacer todo lo posible para ganar y pasar al siguiente nivel.

 Entonces, al sobreponer la imagen y la actitud de mi chico con mi propia imagen y mi actitud ante el mismo juego, entendí cuánto teníamos que aprender el uno del otro. Yo debía aprender a tener más paciencia, a disfrutar más del camino, a tener estrategias para conseguir lo que deseo, a saber cuándo dar y cuándo estar quieta, a entender que lo bueno del viaje no es llegar cuanto antes sino disfrutar de lo que ves, de lo que hueles, de lo que sientes, de lo que piensas y de los que te acompañan en cada segundo de tu presente.

 Y él tenía que aprender a arriesgar más en la vida, a no ir tan a lo seguro, a tomar riesgos aunque no esté 100% seguro de que van a salir bien, a estar cómodo en la acción, y a abrirse a las incertezas de la vida porque eso es la vida misma.

 Pues toda esta toma de conciencia la he tenido hace nada observando cómo nuestra actitud ante un juego es nuestra actitud ante la vida, cómo todo cobra sentido cuando, en vez de decirle al otro lo que tiene que hacer, nos centramos en qué podemos aprender del otro y así dejamos de juzgar, de querer cambiar al otro. Una cosa es decirle a alguien que crees que podría cambiar esto o lo otro y, la otra muy diferente, es ir poniéndonos de los nervios y juzgar al otro porque no hace lo que nosotros creemos que es lo mejor.

Al final, cada uno tenemos nuestra forma de jugar al juego de la vida. La cuestión es: ¿aprendes de los jugadores que te tocan en tu vida? Yo doy gracias por estos momentos de conciencia y aprendizaje que nos regala la vida a cada uno de nosotros, a todos, cada día. Otra cosa es que los veamos…

Simplemente, Ámate y Cambia.